TEMARIO

lunes, 28 de noviembre de 2011

EL NUMERO PHI

El número phi explicado según Dan Brown en "El codigo da Vinci"

                              1,618

Langdon se dio la vuelta para contemplar la cara expectante de sus alumnos.
— ¿Alguien puede decirme qué es este número?
Uno alto, estudiante de último curso de matemáticas, que se sentaba al fondo levantó la mano.
— Es el número Phi —dijo, pronunciando las consonantes como una EFE.
— Muy bien, Stettner. Aquí os presento a Phi.
— Que no debe confundirse con pi —añadió Stettner con una sonrisa de suficiencia.
— El Phi —prosiguió Langdon—, uno coma seiscientos dieciocho, es un número muy importante para el arte. ¿Alguien sabría decirme por qué?
Stettner seguía en su papel de gracioso.
— ¿Porque es muy bonito?
Todos se rieron.
— En realidad, Stettner, vuelve a tener razón. El Phi suele considerarse como el número más bello del universo.
Las carcajadas cesaron al momento, y Stettner se incorporó, orgulloso.
Mientras cargaba el proyector con las diapositivas, explicó que el número Phi se derivaba de la Secuencia de Fibonacci, una progresión famosa no sólo porque la suma de los números precedentes equivalía al siguiente, sino porque los cocientes de los números precedentes poseían la sorprendente propiedad de tender a 1,618, es decir, al número Phi.
A pesar de los orígenes aparentemente místicos de Phi, prosiguió Langdon, el aspecto verdaderamente pasmoso de ese número era su papel básico en tanto que molde constructivo de la naturaleza. Las plantas, los animales e incluso los seres humanos poseían características dimensionales que se ajustaban con misteriosa exactitud a la razón de Phi a 1.
— La ubicuidad de Phi en la naturaleza —añadió Langdon apagando las luces — trasciende sin duda la casualidad, por lo que los antiguos creían que ese número había sido predeterminado por el Creador del Universo. Los primeros científicos bautizaron el uno coma seiscientos dieciocho como «La Divina Proporción».

— Un momento — dijo una alumna de la primera fila —. Yo estoy terminando biología y nunca he visto esa Divina Proporción en la naturaleza.
— ¿Ah no? — respondió Langdon con una sonrisa burlona —. ¿Has estudiado alguna vez la relación entre machos y hembras en un panal de abejas?
— Sí, claro. Las hembras siempre son más.
— Exacto. ¿Y sabías que si divides el número de hembras por el de los machos de cualquier panal del mundo, siempre obtendrás el mismo número?
— ¿Sí?
— Sí. El Phi.
La alumna ahogó una exclamación de asombro.
— No es posible.
— Sí es posible — contraatacó Langdon mientras proyectaba la diapositiva de un molusco espiral —. ¿Reconoces esto?
— Es un nautilo — dijo la alumna de biología —. Un molusco cefalópodo que se inyecta gas en su caparazón compartimentado para equilibrar su flotación.
— Correcto. ¿Y sabrías decirme cuál es la razón entre el diámetro de cada tramo de su espiral con el siguiente?
La joven miró indecisa los arcos concéntricos de aquel caparazón.
Langdon asintió.
— El número Phi. La Divina Proporción. Uno coma seiscientos dieciocho.
La alumna parecía maravillada.
Langdon proyectó la siguiente diapositiva, el primer plano de un girasol lleno de semillas.
— Las pipas de girasol crecen en espirales opuestos. ¿Alguien sabría decirme cuál es la razón entre el diámetro de cada rotación y el siguiente?
¿Phi? — dijeron todos al unísono.
— Correcto. — Langdon empezó a pasar muy deprisa el resto de imágenes: pinas piñoneras, distribuciones de hojas en ramas, segmentaciones de insectos, ejemplos todos que se ajustaban con sorprendente fidelidad a la Divina Proporción.
— Esto es insólito —exclamó un alumno.
—Sí — dijo otro —. Pero ¿qué tiene que ver esto con el arte?
— ¡Aja!— intervino Langdon —. Me alegro de que alguien lo pregunte.
Proyectó otra diapositiva, de un pergamino amarillento en el que aparecía el famoso desnudo masculino de Leonardo da VinciEl hombre de Vitrubio —, llamado así en honor a Marcus Vitrubius, el brillante arquitecto romano que ensalzó la Divina Proporción en su obra de Arquitectura.
— Nadie entendía mejor que Leonardo la estructura divina del cuerpo humano. Había llegado a exhumar cadáveres para medir las proporciones exactas de sus estructuras óseas. Fue el primero en demostrar que el cuerpo humano está formado literalmente de bloques constructivos cuya razón es siempre igual a Phi.
Los alumnos le dedicaron una mirada escéptica.
— ¿No me creéis? — les retó Langdon —. Pues la próxima vez que os duchéis, llevaros un metro al baño.
A un par de integrantes del equipo de fútbol se les escapó una risa nerviosa.
— No sólo vosotros, cachas inseguros — cortó Langdon —, sino todos.
Chicos y chicas. Intentadlo. Medid la distancia entre el suelo y la parte más alta de la cabeza. Y divididla luego entre la distancia que hay entre el ombligo y el suelo. ¿No adivináis qué número os va a dar?
— ¡No será el Phi! — exclamó uno de los deportistas, incrédulo.
— Pues sí, el Phi. Uno coma seiscientos dieciocho. ¿Queréis otro ejemplo? Medios la distancia entre el hombro y las puntas de los dedos y divididla por la distancia entre el codo y la punta de los dedos. Otra vez Phi.
¿Otro más? La distancia entre la cadera y el suelo dividida por la distancia entre la rodilla y el suelo. Otra vez Phi. Las articulaciones de manos y de pies. Las divisiones vertebrales. Phi, Phi, Phi. Amigos y amigas, todos vosotros sois tributos andantes a la Divina Proporción.
Aunque las luces estaban apagadas, Langdon notaba que todos estaban atónitos. Y él notaba un cosquilleo en su interior. Por eso se dedicaba a la docencia.

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