De nuevo una segunda entrega de los comienzos de algunos libros, que tienen un empiece que puede llegar a enganchar a seguir leyendo, aunque un buen comienzo no garantiza un buen final ni siquiera un buen libro.
El viaje de Baldassare – Maalouf , Amin.
Cuatro largos meses nos separan todavía del año de la Bestia, y ya la tenemos ahí. Su sombra vela nuestros pechos y las ventanas de nuestras casas.
A mi alrededor, la gente no habla de otra cosa. El año que se acerca, las señales precursoras, las predicciones…. A veces me digo a mí mismo: ¡pues que venga!, ¡Qué vacíe por fin su alforja de prodigios y de calamidades! Entonces, me echo atrás, me acuerdo de todos aquellos otros años corrientes en los que cada día transcurría esperando las alegrías del atardecer. Y maldigo con todas mis fuerzas a los adoradores del apocalipsis.
¿Cómo empezó esta locura? ¿En qué alma germinó primero? ¿Bajo qué cielos? No podría decirlo con exactitud, y sin embargo, en cierto modo, lo sé. Allí donde me encontraba veía el miedo, el miedo monstruoso, nacer y crecer y difundirse; le veía insinuarse en las almas, incluso en las de mis allegados, incluso en la mía, le he visto golpear la razón, pisotearla, humillarla y después devorarla.
Vi alejarse los días felices.
La piel del tambor – Reverte, Arturo.
El pirata informático se infiltró en el sistema central del Vaticano once minutos antes de la medianoche. Treinta y cinco segundos más tarde, uno de los ordenadores conectados a la red principal dio la alarma. Fue sólo un parpadeo en la pantalla del monitor, anunciando la puesta automática en intromisión exterior. Después, las letras HK aparecieron en un ángulo de la pantalla, y el funcionario de guardia, un jesuita que en ese momento trabajaba en la incorporación de datos sobre el último censo del Estado Pontificio, descolgó el teléfono para avisar al jefe de servicio.
- Tenemos un hacker – anunció.
El ejército perdido – Manfredi, Valerio Máximo.
El viento.
Sopla sin descanso a través de los pasos angostos del monte Amanos como por las fauces de un dragón y se abate violentamente sobre nuestra llanura secando la hierba y los campos.
Durante todo el verano.
A menudo también durante la mayor parte de la primavera y del otoño.
De no ser por el riachuelo que desciende de las estribaciones del Tauro, no crecería nada en estos parajes. Solo matojos para magros rebaños de cabras.
El viento tiene su propia voz, continuamente modulada. A veces es un largo quejido que parece que no fuera a aplacarse nunca; otras, un silbo que se cuela de noche por las grietas de los muros, por las rendijas de las hojas de las puertas y las jambas, envolviéndolo todo con una fina neblina y enrojeciendo los ojos y secando las bocas hasta cuando se duerme.
Si tú me dices ven lo dejo todo, pero ven - Espinosa, Albert.
Recuerdo como si fuera hoy cuando ella me dijo: ”¿No deseas poder ser feliz en todos los aspectos de tu vida…? ¿No tener que aceptar nada que no te agrade…? ¿Sentir que la vida es controlada por ti en lugar de ir a rebufo de ella en el vagón 23….?”.
No respondí.
Sólo resoplé, resonó un montón de aire saliendo de mi nariz y apareció mi diente roto tras una sonrisa de esperanza.
Y no dije nada, porque cuando llevas años aceptando que tu vida es lo que te pasa y no lo que originas… Pues, lamentablemente, te acabas acostumbrando.
Seguidamente ella añadió: ¿Conoces una vieja canción que dice “Si tú me dices ven lo dejo todo”?.
El tiempo entre costuras – Dueñas, María.
Una máquina de escribir reventó mi destino. Fue una Hispano-Olivetti y ella me separó durante semanas el cristal de un escaparate. Visto desde hoy, desde el parapeto de los años transcurridos, cuesta creer que un simple objeto mecánico pudiera tener el potencial suficiente como para quebrar el rumbo de una vida y dinamitar en cuatro días todos los planes trazados para sostenerla. Así fue, sin embargo, y nada pude hacer para impedirlo.
No eran en realidad grandes proyectos los que yo atesoraba por entonces. Se trataba tan sólo de aspiraciones cercanas, casi domésticas, coherentes con las coordenadas del sitio y el tiempo que me correspondió vivir; planes de futuro asequibles a poco que estirara las puntas de los dedos. En aquellos días mi mundo giraba lentamente alrededor de unas cuantas presencias que yo creía firmes e imprecederas.
Señora de rojo sobre fondo gris – Delibes, Miguel.
No ignoro que el recurso de beber para huir es un viejo truco pero ¿conoces tú alguno más eficaz para escapar de ti mismo? Una copa acartona el recuerdo, pero, al propio tiempo, convierte la onerosa gravedad de tu cuerpo en una suerte de porosidad flotante. Algo parecido a la fiebre. Pasado el trance, sobreviene el decaimiento, pero hay un medio para evitarlo: mantener en sangre una dosis de alcohol que te imbuya la impresión de que participas en la vida, de que la vida no pasa sobre el hoyo en que te pudres sin advertir que existes. Esta forma de energía suele identificarse con la alegría aunque, por supuesto, no es la alegría. A lo sumo, una energía inferior, improductiva; en caso contrario, yo trabajaría. Pero mi ingenio, si alguna vez existió, se ha agotado; ya lo estás viendo: no soy capaz de embadurnar un lienzo, ni siquiera de sostener un pincel en la mano.
La traición de Roma – Posteguillo, Santiago.
He sido el hombre más poderoso del mundo, pero también el más traicionado. La maldición de Sífax se ha cumplido. Hubo un momento en el que pensé que mi caída era imposible. El orgullo y los halagos con frecuencia nublan nuestra razón. Luego empecé a temer por mi familia. Entonces aún creía que , si yo caía, mi caída arrastraría a toda Roma. Luego comprendí que mis enemigos me habían dejado solo. Al fin llegó la humillación más absoluta. Lo que ningún extranjero consiguió en el campo de batalla, lo alcanzaron desde la propia Roma mis enemigos en el Senado: ellos me derribaron, sólo ellos fueron capaces de abatirme para siempre. Sé que están contentos y sé que Roma me olvidará durante largo tiempo, ellos creen que para siempre, pero llegará un día, quizá no ahora, sino dentro de quinientos o mil años, llegará un día en que un general de roma, en las lindes de nuestros dominios, sintiendo las tropas del enemigo avanzar sin freno arrasándolo todo a su paso, se acordará de mí y me eche de menos.
La sagrada Biblia.
Al principio creó Dios los cielos y la tierra. La tierra estaba confusa y vacía y las tinieblas cubrían la haz del abismo, pero el espíritu de Dios se cernía sobre la superficie de las aguas. Dijo Dios: “Haya luz”; y hubo luz. Y vio dios ser buena la luz, y la separó de las tinieblas; y a la luz llamó día, y a las tinieblas noche, y hubo tarde y mañana, día primero.
Dijo luego Dios: “Haya firmamento en medio de las aguas, que separe unas de otras”; y así fue. E hizo Dios el firmamento, separando aguas de aguas, las que estaban debajo del firmamento de las que estaban sobre el firmamento. Y vio Dios ser bueno. Llamó Dios al firmamento cielo, y hubo tarde y mañana, segundo día.
Dijo luego: “Júntense en un lugar las aguas de debajo de los cielos, y aparezca lo seco”. Así se hizo; y se juntaron las aguas de debajo de los cielos en sus lugares y apareció lo seco; y a lo seco llamó Dios tierra, y a la reunión de las aguas, mares. Y vio Dios ser bueno.
El origen perdido. Asensi, Matilde.
El problema que y apenas vislumbraba aquella tarde mientras permanecía de pie, inmóvil entre el polvo, las sombras y los olores de aquel viejo y cerrado edificio, era que ser un urbanícola progresista, escéptico tecnológicamente desarrollado de principios del siglo XXI me incapacitaba para tomar en consideración cualquier cosa que quedara fuera del ámbito de los cinco sentidos. En aquél momento, la vida, para un hacker como yo, sólo era un complejo sistema de algoritmos escritos en un lenguaje de programación para el cual no existían manuales. Es decir, que, aquella tarde, yo era de los que creían que vivir era aprender cada día a manejar tu propio e inestable programa de ordenador sin posibilidad de asistir a cursillos previos ni tiempo para pruebas y ensayos. La vida era lo que era y, además muy corta, así que la mía consistía en mantenerme permanentemente ocupado, sin pensar en nada que no tuviera que ver con lo que llevaba a cabo en cada momento, sobre todo si, como entonces lo que estaba haciendo era entre otras cosas, un delito penado por la ley.
Contra viento y marea - Caso, Ángeles
Siempre he envidiado a quienes sienten que tienen el control de sus vidas. A quienes pueden afirmar, llenos de satisfacción, que ellos mismos han ido construyendo su existencia, paso a paso, colocando los aciertos junto a los errores, depositándolos muy unidos, las buenas experiencias al lado de las malas, la felicidad sobre el dolor, como si levantasen una sólida fortaleza allá en lo alto de las rocas, inexpugnable y firme. Una existencia dominada por los propios designios y una férrea voluntad, fluyendo por las venas como sangre. Y, dentro de las tripas, la entereza.
Cartas que siempre esperé – Janer, Marìa de la Pau.
Hay un lugar donde las cartas van a morir. Hay quien espera una carta toda la vida. Cuando las campanas de la iglesia tocaban el ángelus, la madre de Luis se sentaba junto a la ventana. Repetía siempre los mismos gestos: retirar las cortinas y entreabrir las persianas. Lo hizo todas las mañanas hasta el día en que ocurrió la desgracia. Cuando vigilaba a los que llegaban, perdía el contacto con la realidad. Unos pasos que podían devolverle la fuerza o condenarla a seguir viviendo. Se llamaba Ricarda. A los quince años era una alegre adolescente. Su mirada tenía un fondo de agua en movimiento. A los treinta era pura melancolía.
El profesor (Prólogo) – Mkcourt, Frank.
Si yo supiera algo de Sigmund Freud y de psicoanálisis, podría encontrar el origen de mis problemas en mi infancia desgraciada en Irlanda. Esa infancia desgraciada me dejó sin autoestima, me produjo ataques de autocompasión, me paralizó las emociones, me volvió cascarrabias, envidioso e irrespetuoso con la autoridad, retrasó mi desarrollo, obstaculizó mis contactos con el sexo opuesto, me impidió triunfar en la vida y casi me incapacitó para el trato humano. Que llegara a profesor y lo siguiera siendo es un milagro, y debo ponerme un sobresaliente por haber sobrevivido a todos esos años en las aulas de Nueva York. Deberían instituir una medalla para quienes sobreviven a las infancias desgraciadas y llegan a profesores, y yo debería ser el primero en la cola para la medalla y todos los distintivos que se le pudieran añadir por las desgracias resultantes.
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